Novecento: partitura hablada
Estamos ante un ejercicio minimalista de teatro: Un texto, un actor y una luz. No hay nada más. Se ha desnudado el escenario por completo y el protagonista actúa en medio de la nada. Quizá como el pianista del que nos habla, en medio de un océano, surcando en un barco de ida y vuelta. Porque Rellán no es el Novecento del título, sino un trompetista que tocó junto a él durante seis años. Y nos cuenta su historia, sus impresiones, el impacto que causó el personaje en su vida. El músico, ya en la madurez, ha perdido hasta su trompeta. Solo le queda la historia que vivió junto a Novecento y nos la regala a los espectadores.
Rellán tiene una complicada partitura que tocar pero no dispone de instrumento. Solo la palabra del intérprete. Y el actor nos lo pone fácil porque su relato oral nos sugiere de inmediato escenarios y personajes. Durante noventa minutos nos cuenta un cuento emocionante, nos explica una filosofía de vida y pone ante nuestros ojos, solo con la palabra, la vida de aquel pianista que nació en un barco y nunca se bajó de él. Uno de los momentos más intensos es, precisamente, cuando Novecento decide un día desembarcar por fin en Nueva York...
Es brutal el trabajo interpretativo, una composición de personaje perfecta que conecta con el espectador desde el primer minuto. Que un actor en solitario consiga casi hipnotizar a cien personas durante tanto tiempo es algo excepcional. Cuando Miguel Rellán nos ha llevado por los caminos -las rutas marítimas- que ha querido, se planta en medio de la escena. Y allí, inmóvil, durante media hora cuenta el final de su compañero de aventuras. Sin aspavientos, sin moverse, con la cara y la voz, mientras la poca luz que le ilumina se va desvaneciendo en un proceso que parece interminable. Entonces caemos en la cuenta que nos ha llenado la mente con los fantasmas de Novecento, del marino que lo adoptó al nacer, del inventor del Jazz, del capitán del barco... Pero, para entonces, ya se ha hecho definitivamente la oscuridad.