Miseria y grandeza de la farándula
No me extrañaría que, a la vista de este regocijante y triste Viaje a ninguna parte, algunas mentes preclaras quisieran ver en él una reproducción de los tiempos actuales. Sería exagerado y buscarle cinco pies al gato. Porque la verdad es que estas criaturas de Fernán Gómez, pozo hondo de fantasías, sueños y glorias apagadas, se divierten un montón; pasan hambre, duermen a la intemperie, corren caminos con la maleta al hombro; pero se divierten, se aman, fornican y algunas primeras damas acaban en el puterío, que les da más seguridad que el escenario.
Ya no hay cómicos de la legua, ya no hay estrellas que no pasaron de figurantes y el teatro está mal con esa nimiedad del 21% de IVA, con el paro, aunque la tele tapone muchas hemorragias. Lo cierto es que El viaje a ninguna parte no es solo un melancólico homenaje a los cómicos, sino una excelente traslación de la película del mismo nombre de Fernán Gómez, traslación a su vez de la novela del genio pelirrojo. Inteligente y fiel, la versión de Ignacio del Moral le da la oportunidad de fusionar su condición de autor y de guionista de televisión. Y un montaje panorámico de Carol López, eminentemente cinematográfico en recuerdo u homenaje a los orígenes. La escenografía de Max Glaenzel contribuye a esa naturaleza cinematográfica, abusiva tantas veces, pero plenamente justificada en esta ocasión; no tanto por los vídeos, sino por la amplitud escénica, ruralismo de encrucijada, polvo y horizontes lejanos. Tampoco faltan los vídeos que parecen ser una condena perpetua de las nuevas modas, como si la escena no tuviera su propio lenguaje.
Una interpretación, coral, en la que todos asumen una responsabilidad de conjunto, sin marcar demasiado las individualidades. Sobre todos pesa el recuerdo del gran reparto de la película legendaria –Fernán Gómez, José Sacristán, Gabino Diego– . Es más un peso en el imaginario del espectador que lastre mimético, aunque algo hay. ¿Quién podrá olvidar la escena del ensayo «Señoritooo» de Fernán Gómez? Rellán, dentro de ese encomiable espíritu de conjunto, marca con autoridad su territorio de melancolía, desánimo y fe en un futuro imposible. Lo mismo que Antonio Gil. Y una fresca Olivia Molina a la que habrá que seguir con interés. El que aporta por sí misma y el añadido de la estirpe.
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