Dos actrices de aúpa
«Al final del arco iris» es un «biopic» sobre el último intento de resurrección de Judy Garland, la diva a la que quienes controlaron su temprana carrera hicieron adicta a los barbitúricos para que pudiera aguantar las agotadoras jornadas de trabajo. Pastillas y alcohol componían el cóctel con el que siguió adelante por ese camino de tóxicas baldosas amarillas que concluía justo al borde de la tumba. Peter Quilter ajusta bien, en la peripecia biográfica de su última gran reaparición en Londres, un armazón de diálogos afilados y rebosantes de ingenio, aunque no hay detrás un conflicto dramático propiamente dicho. El triángulo que forman Judy, su representante y luego último marido, Mickey Deans, y Anthony, su pianista y devoto amigo homosexual, mantiene tensas las cuerdas de un melodrama eficaz y previsible, pendiente del momento en que la artista sucumbirá de nuevo a sus adicciones autodestructivas. Eduardo Bazo y Jorge de Juan firman una puesta en escena impecable, graduando los momentos cómicos y las escenas de violencia emocional, y permitiendo que Natalia Dicenta se sienta libre para, más que imitar, apropiarse del personaje que encarna en un memorable trabajo con gracia, garra, desparpajo y buen tono vocal en canciones como «When You’re Smiling», «Somewhere Over the Rainbow» y «Come Rain or Come Shine», ajustadas a su forma de hacer; quizás se eche en falta una miaja más de desgarro, pero eso va en gustos. El cuarteto de músicos suena estupendamente, igual que funciona el dúo acompañante de Natalia, un Miguel Rellán entrañable y humano, y Javier Mora en el aristado papel de mánager y compañero sentimental.
La adaptación teatral de la novela de Miguel Delibes «Cinco horas con Mario» se estrenó en noviembre de 1979, con Lola Herrera como protagonista triunfal durante mucho tiempo. Reaparece sobre los escenarios más de treinta años después de aquella fecha y sigue conmoviéndonos. Nos sorprende de nuevo su ironía cáustica, la profundidad de sus perspectivas psicológicas y sociológicas, y la amplitud de su mirada, comprensiva y crítica a la vez. El retrato de esta Carmen Sotillo, que en una noche de 1966 vela el cadáver de su marido, contiene también el perfil vivo, ajustado, doliente y comprometido de una época y de una España inmovilista y biempensante. Carmen evoca su vida junto al difunto y en sus reproches póstumos transparenta su estrechez de miras, su sexualidad reprimida y el rencor larvado por no haber logrado superar el estatus de clase media con aspiraciones.
Puede que Lola Hererra, magistral en aquel trabajo, fuera físicamente más adecuada para interpretar a una madre de cinco hijos, pero la imponente presencia de Natalia Millán le da otras calidades y aporta un interesante matiz de diferencia de clase con respecto a su esposo, cuya procedencia modesta alude. La actriz da un recital de contención, sabiduría y sobriedad, y crece y crece según avanza su monólogo insomne, al que añade un inédita dosis de sensualidad muy bien pautada; una interpretación magnífica. En la escenografía chirría la combinación de elementos sintéticos y muebles convencionales; un pequeño pero a un montaje que funciona hoy como hace tres décadas.
Noticia: abc.es